Una hilera de ucalitos
amojona mi camino
y de las aves, el trino,
se hace entrevero de gritos.
El sol, sus rayos marchitos
los tiende como una alfombra;
se hace alargada la sombra
que me cabrestea de atrás,
y a la que uno quiere más
cuasi entre labios la nombra.
Hace sonar los oyares
el zaino que viene entero
y al lao del lazo, el overo,
le hociquea en los hijares.
Suelta a ratos sus cantares
en la argoya’e la asidera,
la yave torniquetera
-california servicial-
mientras se hace federal
el sol que hunde su clinera.
Quiere’l tiempo refrescar
y pa’ evitar cosas malas,
me tercio el poncho de apala
sobre la espalda’l andar.
Me queda al lao de montar
al dir andando en la güeya
el puesto’e Lauro Centeya
de la estancia “Los Baguales”,
mientras briyan como riales
en el cielo las estreyas.
Un cuzco torea a lo lejos
anticipando mi arribo,
y cada pie, en su estribo,
grita’l talón sus reflejos.
Se fruncen los entrecejos
queriendo ver en lo’scuro,
y uno se olvida lo duro
del camino y la distancia
¡porque malicia con ansia
el rancho y su amor más puro!
(03/05/1983)
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